
Tic-tac. Tic-tac.
Acusados eran los segundos que inquietantes golpeaban el reloj con afiladas manecillas; Pareciese que a las en punto, el cuco que atropelladamente sobresalía a gritos desesperados que se entremezclaban con el desagradable chirrío de los muelles que durante tantos años le habían dado tal impulso, pareciese percatarse de lo que le estaba sucediendo -silenciosamente- a aquella joven que tenía frente así, observando con el rostro ligeramente inclinado hacia la derecha y una sonrisa algo siniestra, el cómo su diminuto cuerpo con ese par de enormes ojos pintados, vacíos como un alma cuando huye de un cuerpo inerte, se sacudía hacia delante, y hacia atrás, repetidas veces, hasta que le tocase volver a ese agujero de aquella estructura de madera parecida a una casa rústica; Con su tejado de pico que después caía por los laterales.
Recordó que su abuelo tenía uno parecido; Pero perfectamente bien conservado. Ese estaba que se caía a trozos. Pero, ¿Acaso podía esperar más de los americanos? Había tenido que desplazarse hasta Manhattam personalmente por meras cuestiones laborales. Habían cosas que delegar en las manos equivocadas, podría conllevar resultados fatales. Y después de todo, era la Dueña del mismísimo Borgin & Burkes; No podía defraudar a la clientela que había sido fiel devota de su predecesor, pues su padre adoptivo era capaz de traer -por muy arriesgado que fuese- prácticamente cualquier cosa. Sí, mañana le esperaría un día muy duro. Quizás por ello perdiese su varita, algún miembro corporal, o incluso puede que su propia vida.
Ya lo averiguaría cuando tocase, ella no tenía prisa. ¿Por qué debía de tenerla? Ella contaba con su propio reloj de cuco, a la contra. Porque debería de darle gracias al Dios del cual su familia era fiel devota, por seguir respirando un día más.
Hasta que la maldición que se agazapaba en su sangre se lo permitiese, claro estaba.
Y allí estaba, ya eran más de la media noche en aquel pub que lucía un letrero cegador -pero sofisticado- llamado "Cocobongo". Supuso, que debía de ser alguna palabra en español, puede que incluso en africano. El caso es que para lo que había en la ciudad, nada barata por estar donde estaba, pudo tener la picardía propia de una zorra de conseguir entrar gratis. Tan solo bastó un ceñido pero vistoso vestido, una sonrisa encantadora, y el batir de pestañas de una gacela que nunca había conocido la inocencia.
Se arqueó contra la barra, tamborileando la superficie con sus largas y cuidadísimas uñas esmaltadas en negro brillante; Esperando que el camarero se dignase a atenderla.
Debía de beber lo antes posible, tantas miradas masculinas y pesadas sobre ella eran insidiosas. Qué básicos eran los hombres, la prueba la tuvo en cuanto uno de ellos -a su izquierda- empezaría a incordiarle.
—Hola guapa, ¿Has venido sola? ¿Quieres que te invite a algo?
Ginevra sonrió, sin mirarle en ningún momento. La mancha incrustada de la barra con forma de rayo era sin duda más atractiva que prestarle algo de atención.
—Pues sí, me gustaría que. . . me invitaras a mandarte a tomar por culo. ¿Qué te parece? Ah, no, espera. No necesito tu permiso para hacerlo, así que lo haré igualmente, gilipollas.
Espetó muy satisfecha, algo que pareció cabrear al tío; El mismo que sin que ella pudiese percatarse, sacó una inyección del bolsillo contrario de la chaqueta que no colindaba al ángulo que Ginevra pudiese advertir. Era una nueva y conocida forma de actuar por parte de los depredadores sexuales: Pinchar para someter a la víctima, y luego hacerle cosas más imperdonables, que una de las tres maldiciones decretadas a la fatalidad.
Acusados eran los segundos que inquietantes golpeaban el reloj con afiladas manecillas; Pareciese que a las en punto, el cuco que atropelladamente sobresalía a gritos desesperados que se entremezclaban con el desagradable chirrío de los muelles que durante tantos años le habían dado tal impulso, pareciese percatarse de lo que le estaba sucediendo -silenciosamente- a aquella joven que tenía frente así, observando con el rostro ligeramente inclinado hacia la derecha y una sonrisa algo siniestra, el cómo su diminuto cuerpo con ese par de enormes ojos pintados, vacíos como un alma cuando huye de un cuerpo inerte, se sacudía hacia delante, y hacia atrás, repetidas veces, hasta que le tocase volver a ese agujero de aquella estructura de madera parecida a una casa rústica; Con su tejado de pico que después caía por los laterales.
Recordó que su abuelo tenía uno parecido; Pero perfectamente bien conservado. Ese estaba que se caía a trozos. Pero, ¿Acaso podía esperar más de los americanos? Había tenido que desplazarse hasta Manhattam personalmente por meras cuestiones laborales. Habían cosas que delegar en las manos equivocadas, podría conllevar resultados fatales. Y después de todo, era la Dueña del mismísimo Borgin & Burkes; No podía defraudar a la clientela que había sido fiel devota de su predecesor, pues su padre adoptivo era capaz de traer -por muy arriesgado que fuese- prácticamente cualquier cosa. Sí, mañana le esperaría un día muy duro. Quizás por ello perdiese su varita, algún miembro corporal, o incluso puede que su propia vida.
Ya lo averiguaría cuando tocase, ella no tenía prisa. ¿Por qué debía de tenerla? Ella contaba con su propio reloj de cuco, a la contra. Porque debería de darle gracias al Dios del cual su familia era fiel devota, por seguir respirando un día más.
Hasta que la maldición que se agazapaba en su sangre se lo permitiese, claro estaba.
Y allí estaba, ya eran más de la media noche en aquel pub que lucía un letrero cegador -pero sofisticado- llamado "Cocobongo". Supuso, que debía de ser alguna palabra en español, puede que incluso en africano. El caso es que para lo que había en la ciudad, nada barata por estar donde estaba, pudo tener la picardía propia de una zorra de conseguir entrar gratis. Tan solo bastó un ceñido pero vistoso vestido, una sonrisa encantadora, y el batir de pestañas de una gacela que nunca había conocido la inocencia.
Se arqueó contra la barra, tamborileando la superficie con sus largas y cuidadísimas uñas esmaltadas en negro brillante; Esperando que el camarero se dignase a atenderla.
Debía de beber lo antes posible, tantas miradas masculinas y pesadas sobre ella eran insidiosas. Qué básicos eran los hombres, la prueba la tuvo en cuanto uno de ellos -a su izquierda- empezaría a incordiarle.
—Hola guapa, ¿Has venido sola? ¿Quieres que te invite a algo?
Ginevra sonrió, sin mirarle en ningún momento. La mancha incrustada de la barra con forma de rayo era sin duda más atractiva que prestarle algo de atención.
—Pues sí, me gustaría que. . . me invitaras a mandarte a tomar por culo. ¿Qué te parece? Ah, no, espera. No necesito tu permiso para hacerlo, así que lo haré igualmente, gilipollas.
Espetó muy satisfecha, algo que pareció cabrear al tío; El mismo que sin que ella pudiese percatarse, sacó una inyección del bolsillo contrario de la chaqueta que no colindaba al ángulo que Ginevra pudiese advertir. Era una nueva y conocida forma de actuar por parte de los depredadores sexuales: Pinchar para someter a la víctima, y luego hacerle cosas más imperdonables, que una de las tres maldiciones decretadas a la fatalidad.
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