
No tenía porqué hacerlo, menos con la cantidad de cosas que tenía por delante en cuanto a sus quehaceres se refiere. Aunque siempre acababa determinando que después de todo, tenía por delante toda la eternidad. Al menos, aún le quedaban para los tres mil años; Y dado que aún no había llegado ni a los quinientos, podría incluso considerarse una joven adulta en equivalencia a su etapa vital de raza.
Sin embargo, quitando a su amada hermana Titania -a quien quería con toda la fuerza que su corazón y su ánima eran capaz de abarcar-, aún seguía guardando ciertos sentimientos no románticos por aquellos quienes después de todo, seguían siendo su familia por parte de padre. Los Prewett.
Esos judíos que fornicaban como conejos que no escatimaban ni un ápice a la hora de reproducirse. Westenra en todos sus años jamás había visto nada igual, esa semilla era como una plaga por lo rápido que se propagaba; Algo que por suerte ella habría aprendido a tiempo para tomar la precaución menester de haberse cuidado de engendrar ningún hijo bastardo. Nunca estuvo entre sus planes ser madre, hasta que supo de la existencia de su adorada hermana menor, y entonces lo entendió: No hacía falta parir a un vástago para comprender qué era sentir ese tipo de amor. Ella la había criado, dado todo el cariño que por años se estuvo guardando, y protegido con uñas y dientes. Como un animal salvaje que defendía lo suyo. El aprecio que podía sentir por Ginevra y Lancelot no podía compararse al anteriormente descrito, pero sí era el suficiente como para calificarlo en cercanía.
Tenía una misión, una que nadie le había pedido. Y era dar con el paradero de una hoja muy especial en una pequeña y antiquísima tienda de antigüedades de origen mágico, ubicada en York. Tal arma, o al menos del mismo material del que la daga que había atravesado el trapecio izquierdo de la joven Prewett, era la causa principal de la crónica de una muerte anunciada de su querida descendiente, con quien compartía muchos rasgos en común, pese a la cantidad de generaciones que sus avispados ojos habían tenido el honor y la desgracia de atisbar.
Esa joven desvergonzada podría haberse rendido, pero no ella, quien tan bien conocía a la muerte como si de una vieja amiga se tratase. Precisamente por ello, se encontraba recorriendo lentamente los pasillos, con elegante bamboleo mientras pasaba por los bordes de los estantes de madera que albergaban artefactos tan exquisitos y antiguos las yemas de los dedos, analizando cada recoveco que pudiese darle la pista exacta de lo que iba buscando.
Hasta que sus sentidos la obligaron a pararse en seco, pues su olfato le estaba dando cierta señal de alarma.
«Oh, no. Un maldito perro.» —Pensó, maldiciendo para sus adentros por la hipérbole en tal desagrado.

Uno al cual no le daría el gusto de ver su carácter perturbado, ni inquieto. Ella por el contrario, esperaría silenciosa, con la paciencia de una tarántula...
Que guarda como arma letal el aguijón de un escorpión, deseoso de inyectar su veneno.